domingo, 3 de agosto de 2008

Algo en el monte




(Cuento de realismo fantástico)




Los matorrales bajos que enmarcaban el caminito eran antesala de un monte denso, insondable y amenazador. Por encima de ellos, los árboles añosos y jóvenes se enlazaban, inclinando sus ramas sobre el sendero.
Moscas, abejas y tábanos revoloteaban con gozo cerca de las frutas dulzonas de las matas y sorpresivos aleteos revelaban la oculta presencia de los pájaros. Desde la espesura surgían canturreos que se mezclaban alegres y animados o lánguidos y frágiles. Hacia el cielo, flotaban zumbones los insectos, excitados por el bochorno del mediodía.
Algunos árboles, por añejos o por fuerza de un vendaval y semi cubiertos por la hiedra, se tendían a la vera del caminito; sin hojas, insensibles, mostrando libres sus raíces inútiles.
De rato en rato, todo quedaba cubierto por el silencio que se extendía durante unos segundos sobre la vida del monte. En aquel momento, casi desde la imaginación, llegaba el reptar de lagartos y culebras, el aliento de fieras agazapadas, el perfume del pasto, el resoplido alerta del ciervo, la distante frescura del barro.
Y el calor - que se alargaba trepidando sobre la vegetación - adormecía, transformando la realidad en sueño y lo imaginado en verdad palpable.
Sediento letargo, que ese día provocaba y engañaba más.
Algo en el monte no era igual.


Juancito no conoció a su padre. A su madre, poco. El día de su segundo cumpleaños, ella murió en un accidente.
El pequeño de once años vivía con su abuela, doña Maura, a la orilla del monte en un ranchito de paredes de barro y paja-brava con techo de latas, construido cuarenta y pico de años atrás por su abuelo, también muerto.
Ahí vivían los dos.
Solos vivían.
Abuela y nieto estaban bien porque sus cosas devenían desde una simpleza sin muchos sueños, en esa orilla calurosa y absurda.
Se levantaban temprano todos los días.
Invierno y verano.
Una vez por mes eliminaban la maleza que rodeaba al rancho, para evitar la presencia de ratas y serpientes.
Laboraban la tierra todos los días, en una pequeña huerta repleta de verduras.
Algunas gallinas y patos, que vagabundeaban a su antojo sueltos y obedientes como mascotas, tenían nidales entre los arbustos y Juancito – conocedor de esos escondrijos – era el mandado a recoger los huevos.
En el pequeño patio, dos árboles de mandarinas y un limonero les brindaban sus sombras perfumadas.


Esa mañana, después de dedicarse a la huerta, la anciana amasó.
Almorzaron tallarines, cortados anchos a cuchilla y hervidos en un caldo de tomates, cebolla, tomillo y sal gruesa.
Después de comer, doña Maura se recostó en su sillón de hamaca bajo el limonero, a disfrutar de una siestita arrullada por abejorros y susurros de la memoria.


Desde temprano, unos chuchos le “caminaban” al niño por todo el cuerpo. Pero no les dio importancia.
A la abuela no le comentó nada.
En silencio, dispuso lo necesario con la intención de salir a cazar con la honda. La suya, confeccionada con una horqueta de ligustro, dos tiras de goma - sacadas a tijera de una cámara de rueda de bicicleta - y una lengua de zapato que servía de contrafuerte para la piedra, era un regalo de la anciana, hecha por ella misma.
Le gustaba al niño cazar loros y palomas. Un incitador estremecimiento le provocaba el golpe sordo de la piedra en pluma y carne y ver luego a la presa herida caer en círculos agónicos y silenciosos.
Apasionado, decía a su abuela que loros y palomas sólo servían para comérselos.


Colgó la honda al cuello, cargó el bolso a la espalda y se despidió alzando una mano.
Doña Maura le brindó una sonrisa por dos; permiso y despedida.
Él se alejó por el caminito.
En el bolso llevaba muchas piedras de “chispas” que, escogidas concienzudamente, eran proyectiles.
Junto con las piedras llevaba un montón de mandarinas olorosas.
El bolsito de cansadas costuras estaba demasiado cargado con piedras para cazar, frutas para la ida, agua para el regreso.


El niño se internaba en la espesura siempre por la escuálida senda. Una caminata lenta, vigilante y buscadora. Una hora alejándose del rancho y luego el retorno. Sin arriesgarse en el bosque cerrado, cazaba solamente lo que se posaba sobre las ramas a su alcance, desde el camino.


La honda descansaba colgaba de su cuello.
No estaban las palomas. No se oían los loros.
El monte murmuraba, pero estaba más silencioso que de costumbre.
Esquivando mecánicamente los gajos en lluvia de los matorrales, avanzaba lentamente por el aburrido sendero.
Escudriñando sin pausas entre el ramaje, pelaba y comía mandarinas con una lentitud estudiada, sin ruidos de manos o boca que pudieran ahuyentar a las aves.
Concentrado como un felino, sobreponiéndose al malestar, se movía lento buscando en la espesura quieta y con sol a pique. Instintivamente, adoptaba movimientos y posturas casi teatrales, como un mimo.
Y mientras el monte se cerraba a su alrededor, él caminaba sin saber que no llevaba la botella con agua fresca.


Juancito sabía que el calor del mediodía era el mejor para cazar.
Palomas y loros, sofocados, dormitaban con las plumas esponjadas entre la espesura sombría, sin percatarse de su presencia.
Sin embargo, sin cotorras ni palomas, ese mediodía era distinto; con un silencio murmurador y con una brisa inmóvil.
Y en medio de eso avanzaba el niño sumido en su búsqueda, sin notar el extraño silencio y la quietud del viento.
Tampoco advirtió que en la agitación del monte se hizo una pausa.
Parecía como si todo, en la espesura, hubiera contenido el aliento.
Duró unos segundos.
Llegó luego un sonido; suave al principio, lastimero y feroz al final. Una queja agonizante que Juancito no pudo identificar. Y enseguida, otro gemido brutal y desgarrante que se le vino encima, como un alarido.
Quietud. Oscuridad. Silencio.


Transcurrió una hora.
Aún vibrando, el grande y viejo árbol descansaba a un costado. Algunas de sus ramas estaban atravesadas impidiendo el paso y se hundían luego en la espesura, al otro lado de la senda.
El niño se encontraba acurrucado y quieto, rodeado por una maraña de hojas y gajos bajo la tupida fronda.
Había perdido el conocimiento, seguramente por un golpe.
Decenas de loros y palomas fueron llegando desde todos lados, posándose en el árbol caído. Quietos y silenciosos, se veían como una guardia anhelante.
Rato después, casi imperceptibles, unos pequeños movimientos de sus párpados indicaron que volvía en sí. Lentamente su cuerpo cambió de posición, aún atrapado. Abrió los ojos. Sintió un dolor suave, entumecido, que recorría su cuerpo.
Pero un tobillo le dolía mucho.
Comprendió lo que había sucedido y se estremeció.
Tardíamente sobresaltado, intentó alejarse de allí arrastrándose por debajo de las ramas. Pero el bolsito estaba enganchado entre los gajos y lo retenía cruelmente. Entonces comenzó a jalar con desesperación.
Jaló, jaló y jaló, produciendo un temblor de hojas y ramitas.
Atemorizados, palomas y loros volaron hasta lo alto de árboles cercanos.
Con los tirones, poco a poco las costuras cedieron y el bolso se desarmó. Liberado, el niño acomodó su cuerpo lo suficiente para escapar por debajo de las ramas hacia el otro lado de la senda. Desconcertado, no sabía hacia dónde avanzaba. Sólo quería alejarse de la trampa verde.
Aún con el dolor en el tobillo se libró de las ramas que lo atrapaban, pero siguió avanzando por el monte sin notar la diferencia. Peleando a brazo partido con los matorrales, anduvo un largo trecho. Al fin se detuvo.
Se había perdido, pero no lo sabía.
Sólo pensaba en el fuerte dolor, la herida ensangrentada y la naciente hinchazón.


Necesitaba agua para lavar, para curar.
Para beber.
Sed.
Recién hizo conciencia de ello.
Tenía mucha sed, debido a la fiebre y al largo desmayo bajo el sol.
Temblaba desde lo más profundo de sus músculos.
Buscó ansiosamente la botella en el bolso. Estaba roto y vacío. Había perdido todas las mandarinas y las piedras.
La botella del agua nunca estuvo.
Entonces sintió más sed. Y un frío que le quemaba la piel.
Debía razonar y hallar una salida, pero no salía de su confusión.
Sólo atinó a seguir. Caminó arrastrando su pie y su cuerpo y su espíritu. Tropezando con raíces, equivocando el paso en hoyos escondidos bajo la hojarasca reseca, lastimando sus brazos con la pared de ramas que le apresaban como dedos de seres inquietantes.
Sus manos se transformaban también en ramas, se enmarañaban con las otras y era difícil liberarlas.
Avanzó sudoroso y alterado hasta que algo llamó su atención.
En ese desolado deambular con sed y sin agua, vio ojos.
Ojos de gatos salvajes. Ojos de ciervos. Ojos de palomas y loros.
En tanto, desde la espesura llegaban ahogados quejidos, como si alguien invisible pero cercano avanzara con esfuerzo, esperando el momento adecuado para algo que él ignoraba.
Caminó y caminó y caminó.
Y se detuvo sudoroso, con la boca sedienta.
Caminando entre la espesura había lacerado su cuerpo y su mente en un esfuerzo estéril. Miró al sol, que había avanzado hasta situarse un poco a su derecha y supo que estaba parado mirando al sur. Pero no sabía a cuánta distancia estaba, ni de qué.
Necesitaba seguir y encontrar la perdida senda.
Intentó dar un paso, pero un repentino temblor en las piernas lo obligó a arrodillarse. Luego su cuerpo cayó a un lado y quedó su rostro entre hojas muertas y crujientes. Rápidamente el letargo ganó su cuerpo. Estaba a punto de dormirse, cansado y enfermo. Entonces, con inesperado brío consiguió ponerse en pie, algo vacilante.
El cuerpo le temblaba.


El cansancio y la sed lo dominaban, pero sabía que no tenía alternativa. Tenía que seguir. Pero, sin saber hacia dónde, su suerte se limitaba a una decisión por si acaso.
Buscaba en rededor una señal que le indicara la dirección correcta cuando, imprevisto, un chasquido de rama quebrada lo puso en alerta.
En seguida llegó el soberbio y nasal gruñido, como una “ge” prolongada y afónica, que le caló hasta los huesos. Hasta el aliento húmedo le llegó claro. Y el miedo le aferró todo el cuerpo.
Un tremendo Yaguareté estaba frente a él, semi oculto entre la maleza.
Quedaron quietos los dos.
El niño, casi sin respirar.
El animal tenso, haciendo gestos sin ruidos.
En escasos segundos pasaron horas.
Luego el muchacho, ante la quietud temible de la bestia y llevado más por el instinto que la razón, se movió muy lentamente, retrocediendo.
Paso a paso, bajo la mirada del Yaguareté.
Paso a paso, casi sin respirar.
La figura inmóvil del felino desapareció entre el boscaje, pero el niño siguió su lenta huída mucho más allá. Por fin se detuvo y, agotado, se acurrucó indefenso en un tronco hueco.
Y su espíritu cedió.
Lloró.
Lloró en silencio todo su cuerpito, estremecido y cubierto por el terror y la soledad.


El monte casi en silencio.
Juancito oía su propia respiración entrecortada, sedienta.
Pasaron unos instantes.
Al principio casi irreal, el débil murmullo creció rápidamente hasta hacerse patente en desordenados aletazos de palomas y parloteos de cotorras que llegaban en una confusión aturdidora.
Y llegaron juntos con el rugido del Yaguareté.
El cuerpo del niño se sacudió.
Abrió los ojos y en un esfuerzo insólito se puso de pie.
El Yaguareté ya estaba ahí, con su aliento de hambre.
La nube viva de pájaros bajó ruidosa, amenazante y comenzó a golpearlo con decenas de alas. El descomunal revoloteo lo aturdía y lo obligaba a ir en una dirección. La bestia zigzagueaba entre los arbustos, con la bocaza abierta y jadeante.
El niño se internó en la espesura perseguido por el escándalo. Avanzó un rato con dificultad hasta que comprendió que estaba solo y se detuvo, con el silencio rozándole la piel.
Su pequeño cuerpo, lesionado y trémulo, ardía de calor.
Los ojos muy abiertos, bañados en llanto.
La sed era casi insoportable. Necesitaba agua, pero no lo comprendía. Todo era confuso; no era la realidad, su realidad.


De pie, vacilante, sólo su espíritu estaba erguido.
No podía más. Todo él estaba a punto de ceder.
Y, sorpresivamente, otra vez loros y palomas y rugidos le asaltaron desde la espesura. Las aves, a empujones prepotentes y seguidas por el Yaguareté, lo regresaron a la marcha, envuelto en aletazos y gruñidos.
Y vuelta a andar, pero ahora en una ceguera deliberada, puesto que ya no le importaba hacia dónde lo arrastraba el remolino de pájaros y la presencia amenazante del felino.
Siguió, tropezando y cayendo entre la maleza.
Y la sed ahí, desmayándole el cuerpo.
En ese andar alocado, sin que el niño lo notara, el monte comenzó a ralear. Apareció el azul profundo del cielo y el sol brutal, con todo su poder.
Un ciervo Colorado lo observaba inmóvil, temerario.
El niño no lo vio.
La sed, dolorosa, ahora lo adormecía y le enfriaba el cuerpo hasta tiritar.
Lentamente cayó de rodillas. Le pareció que se hundía en un barro fresco, oloroso. Y todo desapareció.
Quedó oscuro, silencioso, en paz.


Volvió en sí sobresaltado.
Sintió que lo arrastraban por los pies, apresado con pinzas filosas y tibias. Oyó el batir de alas, parloteos, pellizcos y tibiezas de plumas que lo ceñían inexplicablemente.
Intentó abrir los ojos y no pudo. Le dolían.
Se empapaban sus piernas. Su espalda estaba sumergida, calmada con un frescor líquido.
Rato estuvo quieto.
Boca arriba, reconfortado por ese frío distinto.
Después, lentamente giró el cuerpo y se apoyó en los codos.
Los árboles cercanos estaban atiborrados de loros y palomas que le observaban atentamente, mientras un cotorreo suave, distendido, erraba entre ellos.

Muy cerca de Juancito se encontraba el ciervo, con sus ojos inocentes. A la sombra de una mata, el Yaguareté respiraba sediento con los ojos entornados y la lengua colgando a un lado del hocico.
Todos permanecían quietos y pacientes.


El muchacho giró el rostro y detrás de él vio el agua. Era la laguna donde acostumbraba pescar bagres y tarariras. Al otro lado, lejos pero cerca, se veía el rancho con una línea de humo claro que salía del fogón hacia el cielo. Podía adivinar a la abuela con su blusa blanca, quieta y alarmada junto a la escuálida senda.


El ciervo se arrimó, le olfateó la cara, resopló hacia el suelo y se alejó perdiéndose en las sombras del monte. Palomas y loros fueron alzando el vuelo en pequeños grupos. El niño observó a las aves hasta que desaparecieron adelgazándose en la distancia, sobre el manto verde.
Después se sentó con el agua a la cintura, se empapó el cabello y bebió abundantemente de esa laguna que, con misterio de peces, llegaba en suaves ondas ofreciéndole, generosa, su frescura.
El niño regresó a la orilla dolorido pero feliz mientras que, parada en el suelo fangoso, una solitaria paloma lo observaba.
Permaneció un instante admirándola.
Luego descolgó la honda del cuello, la depositó en el hoyo que cavó con sus manos y la cubrió con barro chorreante.
Dio unas palmadas sobre el lodo.
Un profundo suspiro escapó lento y manso desde allá, desde su alma.
El Yaguareté se estiró perezosamente y se perdió en el monte.
La paloma comenzó a caminar hacia el niño.

FIN

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