domingo, 3 de agosto de 2008

Un día veinticinco

Aquella noche era como todas. La calle negra obligando a adivinar los pasos sobre la tosca fría que humedecía las alpargatas. Los perros del barrio haciendo coro de ladridos sin motivo. Alguna sombra que cruzaba, con olor a tabaco y sudor.
- Buenas noches.
- Güenas...
Cruzó el puentecito de tablones, casi perdido entre los yuyos de la cuneta, sintiendo – cuántas veces ya en esos años – el olor a podrido del barro azulado; oyendo el croar estridente, de sapos de todos los tamaños, que aturdía más su cabeza embotada de cansancio y hastío.
Abrió la puerta desvencijada y entró a una piecita que los gurises llamaban: “las casas”. Las paredes sin revocar, con el barro de asiento chorreante sobre los ladrillos descoloridos, enmarcaban una estancia de tres por tres en la que se amontonaban: una cama de plaza y media, un pequeño espejo colgado de un clavo muy grande, un roperito de maderas hinchadas de humedad, una mesa de cocina, dos sillas desiguales y un cajón de verdulería que, haciendo de mesa, soportaba encima un calentador de queroseno y una olla en la que hervía un poco de agua, unos fideos “cabellos de ángel”, un hueso y sal. El olor insulso y caliente lo envolvió, mezclado con el del queroseno y el de la ropa húmeda que colgaba de un alambre que cruzaba toda la pieza en diagonal.
Su mujer estaba sentada en la orilla de la cama. Lo miró con ojos apagados, entre triste e interrogante.
Y él;
- No hay caso, che... – No necesitó decir más nada.
La mujer fue hasta la olla y revolvió el contenido con un tenedor, mientras se alisaba el cabello mecánicamente.
Sobre la cama dos niños, un varoncito y una niña, de tres y cinco años. El niño dormía inquieto, chupándose un dedo. La niña, arrodillada sobre la cama, seguía con ojos grandes y ansiosos los movimientos de la madre.
El hombre sacó de un bolsillo un casi vacío paquete de tabaco, una hojilla arrugada y “armó”, pacientemente.
- ¿Y ese tabaco?
- Me lo dio Álvarez.
- ¿Y pan? – preguntó la mujer, sabiendo la respuesta.
- Nada. Ya me da vergüenza.
- Bueno.
Se arrimó el hombre al calentador, puso la punta del cigarrillo en contacto con la llama unos segundos y luego le dio unas pitadas cortas y rápidas. Se sentó en la cama. La niña se acercó a él y le apoyó una manito en el hombro. Manito suave, tibia, que casi lo acarició pero que a él le dolió como una cachetada.
- ¿Cómo va la sopa? – Preguntó como para olvidarse de esa manito.
- Y, casi está pronta.
- Yo no quiero; ando medio mal..., dale a los gurises, nomá’...
La niña lo observaba sin que él lo notara. De pronto, acercó la carita a la mejilla barbuda y le dio un beso. Algo estalló en el pecho del hombre y se le empañaron los ojos. Con su mano áspera acarició la carita de su hija y le alisó los finos cabellos que se le prendían en las grietas de los dedos.
- Juancito se durmió – dijo la niña -, ¿lo despierto?
- Sí, m’hija. – Respondió el hombre, sin fuerzas.
Se puso de pie, se acercó a su mujer y le dijo, mientras sentía el vapor húmedo y desabrido en el rostro;
- Mañana nos vamo’ pa’ Fray Bentos.
- Es marte’, ¿no?
- Es marte’, sí... veinticinco.
La niña sacudió suavemente el cuerpito de su hermano dormido.
- Juan, la sopa... Juancito...
Lentamente el niño abrió los ojos, miró extrañado a la hermana y se desperezó.
- Juancito... – llamó el hombre – Despiértese m’hijo, papá le va a dar sopa.
El hombre se sentó en la cama con el plato en el regazo. La mujer sirvió otro poco en un plato enlozado, puso una cuchara adentro y lo dejó sobre la mesa.
Y después, a la niña.
- Venga, siéntese en la silla. Coma y a la cama, que mañana nos vamo’ pa’ Fray Bentos.
- ¿A pasiar, mamá?
- Ajá; vení... comé.


Temprano salió el hombre, de la casa. Regresó como a la hora; siete y media, más o menos.
- María, ¿’tán prontos?
- Pará, que le pongo lo’ zapatos a Juancito.
- Bueno bueno, dale que González va pa’ yá y nos “yeva”.
El viaje fue rápido; Mercedes y Fray Bentos están sólo a treinta kilómetros.
Se bajaron casi al entrar a la ciudad.
- Gracias, González.
- No hay porqué, hermano... Felicidades.
- Igualmente.
Arrancó el camión y se alejó ciudad adentro.
Por un momento quedaron los cuatro parados quietitos en el borde de la carretera respirando el olor del gasoil y con las piernas cosquilleándoles por los nervios y el viaje.
- ¿Pa’ dónde vamos papá?
- Pa’ yá, mirá... Donde está aquella casita celeste.
- ¿De quién es esa casa, mamá?
- Del tío Toto, el hermano de tu padre.
Caminaron casi con alegría. En silencio el hombre y la mujer. Comentando alegremente las cosas nuevas, los niños.
Golpeó las manos el hombre, cerca del portoncito de madera. Un perro, negro y chiquito, apareció ladrando por un lado de la casa y se detuvo junto a ellos, portón de por medio. Los miró, olfateó por entre las tablas y siguió ladrando.
- ¡Callate, Pimpín!...
Apareció por el mismo lugar una mujer de unos cuarenta años, con algunas canas adornándole un costado de la cabeza. Se limpiaba las manos, blancas de harina, en un delantal floreado en vivos colores.
- Buenas. - Dijo sin tono, mirándolos uno por uno.
“Buenos días” contestaron a coro los cuatro.
- ¿Usted es la señora de Toto, verdad?
- Ahá. Y usted debe ser... Anselmo, ¿verdad?
- Si, doña; yo soy Anselmo.
La mujer abrió el portón.
- No lo conocía... ¡Hace tanto tiempo que ni los veíamos!
Pasaron en fila india, ante la mirada intrigada y casi hosca de la mujer.
- Toto fue hasta el almacén. Ya viene.
La dueña de casa sacó unas sillas de mimbre y las puso en rueda debajo de la enredadera de jazmín del país. Se sentaron. Los cuatro que llegaron.
Ella no.
- Disculpen un momento. Estoy terminando de amasar... Permiso.
- Atienda atienda.
Quedaron los cuatro en silencio.
El hombre mirándose las manos, buscando quién sabe qué.
La mujer observando al zorzal que comía indiferente un trozo de pan, adentro de una vieja jaula.
Los niños, ávidamente, miraban todo, inquietos en sus sillas.
Mientras el perro, echado cerca, los observaba de rato en rato y entrecerraba los ojos, dormitando.
Desde la cocina llegaba el ruido del palote de amasar y la música de una radio. Afuera todo era silencio, salvo el chirrido de la jaula que se balanceaba sacudida por los torpes movimientos del pájaro, demasiado grande para el tamaño de la prisión.
Sonó el portón de madera al cerrarse con fuerza, impulsado por un elástico metálico. Apareció un hombre morocho, de pelo rizado y corto. Al ver al grupo el rostro se le iluminó.
- Hermano... ¡Pero, che!...
Se levantó el hermano y extendió tímida y felizmente la mano.
- ¿Qué tal, Toto?
- ¡Bien bien, che...! ¿La familia? De paseo, ¿no?
- Y... – contestó la mujer, estirando también la mano.
El otro la estrechó entre las suyas, grandes y calientes.
- ¿Qué tal, doña? ¡Hola gurises! ¡Che, qué grande la nena! Y el machito, ¿también es de ustedes?
- Ahá. El casalito. – Explicó la mujer.
- ¿¡Pero viste, che Matilde, la visita que nos cayó!?
- Ahá... ¡Ya voy, ’perá!
- Está haciendo unos tallarines caseros. A mí me gustan mucho.
- Ricos, sí. – La mujer ensayó una sonrisa.
El dueño de casa, rodeando a su hermano por los hombros con su grueso
brazo;
- Pero, che... ¿Qué andás haciendo, después de tanto tiempo?
- Tengo que hablar con vos algunas cosas... si no es molestia.
- ¡Pero che, claro que no es molestia! Vení; vamos a la quinta, te muestro
las verduras que tengo y charlamos. Permiso, doña.
- Atienda atienda.


- Che, Matilde.
La mujer estaba terminando de preparar el tuco de los tallarines.
- ¿Qué pasó?
- Pasa que aquel anda bastante “tirau”. Vamos a tener que darle una mano.
- ¿Una mano de qué?
- Y... que se queden unos días por acá... Mientras, voy a ver si en la barraca
me...
- ¡Ah, nonononono!... ¡Yo acá no los quiero! No tengo ganas de mantener a esa manga de sucios!... ¡Y quién sabe por cuánto tiempo!
- Che, Matilde, es mi hermano.
- ¡Y yo soy tu mujer! ¡Y acá no entran!


Unos nubarrones se amontonaban amenazantes en el cielo de la media tarde. Se sentía el olor de la lluvia cercana.
Los cuatro por la orilla de la carretera.
En fila india.
Adelante el hombre, después el niño, la niña y la mujer.
- ¿Porqué no nos quedamos a “pasiar”?
- Papá... ¿y los tallarines?... ¿Por qué no nos quedamos a comer?
Silencioso, el hombre seguía caminando.
Después que pasaron el puente sobre el arroyo Yaguaraté Grande comenzó la lluvia, calmosa, como una caricia.
- ‘toy cansado, papá.
Siempre en silencio, el hombre levantó a su hijo y lo puso a caballo sobre los hombros.
Siguieron.
El hombre adelante con el niño.
Después la niña.
Atrás la mujer.
Cuando estaban llegando a la cárcel granja de Cañitas, el ómnibus que transporta el personal del puente General San Martín se detuvo frente a ellos.
Se abrió la puerta.
- ¿Adónde van?
- A Mercedes, señor.
- Suban; hasta el trébol grande los puedo arrimar.
Subieron.
Los recibió el olor a cigarrillos, a ropa limpia, a perfume. Alguien les cedió el asiento y se apretujaron todos, en silencio.
Cuatro minutos después llegaron al trébol.
La puerta se abrió.
Ahora llovía más fuerte; casi un chaparrón.
Bajaron con los ojos grandes, mirando por la puerta el agua que caía sobre la carretera negra.
- Gracias, señor...
- Bueno, hermano... Chau... ¡Felicid... !
La puerta se cerró.
Otra vez caminando.
Caminando caminando caminando.
Caminando en silencio.
El hombre con el niño “a caballito”.
La mujer y la niña allá, más atrás.


Horas después llegaron a Mercedes. Caminaron por calles mojadas, solitarias. Se embarraron en las huellas de tierra; resbalaron los zapatos en las zanjas. Y, al fín, “las casas”.
- ¡Llegamos, mamá!
- Ahá, m’hijo.
- Tengo hambre.
- Ahá.
- ¿Hay pan?
- Mirá cómo corre el agua en la cuneta.
- ¿Hay pan?
- Mamá, tengo frío yo.
- Ahora te seco. ‘Perá, ya entramo’.
- ¿Hay pan?
- Hay, capás... Algo vamo’ hacer.
Entraron. Rápidamente fueron sacándose las ropas mojadas. La mujer secó las cabecitas empapadas de los niños. El hombre encendió una vela y el calentador, puso la olla con el resto de sopa de la noche anterior sobre la llama azul naranja y luego se sentó en una silla. Quedó mirando a los niños que se sacaban las ropitas mojadas mientras la mujer apartaba otras prendas para ponerles.
- Papá... ¿hay pan?
- Hay sopa. Ya va’ estar.
- ¿Sopa igual que la de anoche?
- Hoy está más rica; tiene más gustito.
Apretó el hombre los dientes y destapó la olla. El agua comenzaba a soltar el mismo olor caliente y desabrido. Los niños se sentaron en la cama con el pelo húmedo y brillante peinado chato sobre las cabecitas. La mujer, junto a ellos, limpiaba distraídamente el peine, con los ojos brillosos.
El hombre miró el piso de ladrillos manchado con la húmeda marca de las goteras.
Entonces vio el sobre blanco, junto a la puerta.
- Y eso qué es?
- ¿Eso qué? - Devolvió la pregunta la mujer.
El hombre fue hasta la puerta, levantó el sobre y extrajo una hoja de cuaderno doblada en cuatro.
“Anselmo, dise el patron que el miércoles 2 bayas por la ofisina que tiene trabajo para vos que no falte porque ay mucho interesado y la cosa no está para despresiar asi nomas. Gutiérrez”.
¿Qué es? – Preguntó la mujer.
No contestó.
Algo ardió en su pecho y le subió hasta la garganta y dos lagrimones le asomaron bajo los párpados cansados. Fue hasta la cama, se arrodilló frente a ellos y los abrazó. Como pudo, los abrazó a los tres. Y los apretó fuerte; temblando por dentro y por fuera. Con la tristeza de años y la alegría de ahora; con la rabia de antes y la esperanza de hoy. Y ahí, sintiendo los cuerpitos tibios y tristes de sus hijos y el sollozo ahogado de su mujer, dijo casi como en una plegaria:
- Feliz navidá’... Feliz navidá’... – Y lloró.

1 comentario:

CANTACLARO dijo...

Excelente estampa costumbrista. El cuadro es un conjunto perfecto!

Has dibujado de manera realista el entorno y a los personajes a tal punto que he podido sentir los olores de los lugares que han recorrido los personajes. También me ha mojado la lluvia tanto como las lágrimas de Anselmo.

Agradezco infinitamente me dejases saber de este, tu blog.

Besos,

Ana Lucía