domingo, 3 de agosto de 2008

Escenas de una vida

El perro empujó con el hocico la puerta de alambrilla y entró golpeteando sus huesos contra el marco de metal. La puerta de elásticos vencidos, como jugando, le apretó la punta de la cola. El animal esbozó un gemido y saltó hacia delante, enredándose en las piernas de una señora que, con gestos estudiados pero de real desagrado, se paró en puntas de pié, conteniendo la respiración. El perro se escabulló y se paró frente al mostrador, levantó la cabeza y “clavó” los ojos en los trozos de carne colgados en los ganchos.
En el cordón de la vereda el viejo Soria, su dueño, sentado indiferente a los automóviles que cruzaban rozándole los zapatos, revolvía una bolsa de arpillera donde se amontonaba lo poco que le daban en su recorrido diario por todo el pueblo.
Soria era sólo piel y hueso. El pelo escaso y finito, casi transparente; los ojos, en un tiempo celestes eran ahora grises, hundidos, chiquitos y llorosos; las manos pecosas, agrietadas, amarillas, con uñas moradas rematando dedos cortos y anudados. La columna doblada le obligaba a mirar el suelo para siempre y el vientre, hundido, estaba cubierto por una faja negra, comida por las polillas.
El perro parecía su hermano. Sólo le faltaba andar en dos patas.
Era su única compañía y lo tenía desde hacía diez años, cuando realizaba unas changas en una estancia de Río Negro, en época de “yerras”.
Un automóvil le pasó muy cerca, entonces lentamente se puso de pie, recogió la bolsa, la cargó al hombro y, arrastrando los rotos zapatos, entró tímidamente a la carnicería.
Se paró en un rincón, en silencio y concentrado en los gestos del carnicero. El perro, que presintió su llegada, giró la cabeza y lo miró ensayando una especie de sonrisa canina, moviendo la cola lentamente, pensativo.
Uno a uno, varios clientes salieron llevando carne, achuras o embutidos.
De pronto el carnicero tomó dos o tres huesos, de los más “pelados”, los envolvió en una hoja de periódico y le hizo a Soria una seña impuesta por la rutina. El pedigüeño avanzó vacilante, con sus zapatos retorcidos, abriendo entre tanto la boca de la bolsa. No había llegado al mostrador cuando se crisparon sus manos apretando la arpillera. Él sabía lo que sucedería. El paquete con los huesos “voló” y cayó dentro de la bolsa. Rápidamente el viejo cargó la bolsa al hombro y salió seguido del perro.
- ¿Viste viejo que yo pa’l basquebal soy un lión? – Epilogó el de la carne.
Todos festejaron.


Construido en un baldío, casi fuera de la ciudad, el rancho - que primero había sido depósito de forraje, luego lugar de juegos y escondidas de la gurisada del barrio - pasó a ser la “vivienda” de Soria y su perro.
Todos los días antes de salir el sol el viejo despertaba y miraba por una rendija del adobe que estaba justo frente a la almohada. Por allí veía sólo un pequeño espinillo casi seco que día a día se entregaba impotente a los maltratos de los gurises. Para Soria, aquel raquítico árbol era su servicio meteorológico. Y el pequeño espinillo sabía que su misión era esa. Espiando por el agujero Soria observaba; si estaba gris y sus ramas vibraban tenuemente, sabía que pasaría helándose toda la mañana si no se abrigaba; verde azulado, el día era hermoso, cálido y sereno; las ramas rojizas, había que acarrear agua para regar el piso del rancho pues se avecinaba una tarde de insoportable calor.
- Güen día, bicho... – El perro lo observaba con la cabeza apoyada en el borde de la cama.
El viejo se sentaba en la orilla del catre y se ponía el saco y los zapatos.
El saco y los zapatos.
Era lo único que se sacaba para dormir. Estaban tan sucios como las otras prenda que usaba y que, si algún día tuvieron sus colores particulares, hoy mostraban un tono uniforme y desagradable.
Salía el hombre a juntar leñitas secas para encender el fuego. Después, con metódicos movimientos, hacía un cono de ramitas encerrando algunos papeles resecos. De algún bolsillo sacaba un fósforo y encendía los papeles. Cuando las llamas abrazaban a las “chisporroteantes” leñitas, tomaba una lata vacía de duraznos en almíbar y traía agua pesada y fresca del grifo de la esquina, la colocaba en equilibrio precario entre las piedras del fogón y mientras el agua se calentaba preparaba el mate, con yerba nueva o vieja, según viniera la cosa. Después tomaba mate, sentado en un banco que había construido hacía añares con maderas de un cajón de verdulería.


El viejo Soria, Agustino Soria, había terminado como pordiosero viviendo en aquel pueblito cerca de la frontera con Brasil luego de una vida, si bien ordinaria, no poco tranquila.
Cuarenta años atrás vivía en el barrio del cerro de una vieja e histórica ciudad del Uruguay. Seca, a pesar de estar casi “clavada” en un río oscuro y torrentoso. Ciudad de calles angostas y sin árboles; agrietadas de calor en verano y azules de frío en invierno. Adornadas algunas con los viejos adoquines de tiempos memorables. Soria vivía en el barrio más pobre. Con calles de tosca rosada y paraísos de copas redondas y frescas.
Se había casado con una muchacha de piel aceitunada, piernas largas y brillosas, caderas redondas y boca sensual.
Trabajaba en una fábrica de papel cerca de la ciudad, a orillas del río. Hacía permanentemente el turno de siete de la tarde y hasta las cinco de la mañana.
Llegaba a su casa alrededor de las seis, luego de muchas horas en que su única compañía era el zumbido de un generador que funcionaba sin descanso.
De tarde solía dedicarse a la casa. Arreglaba el tejido del fondo, limpiaba el gallinero, le ponía estaquitas de caña a las plantas del jardín.
A veces simplemente dormitaba, sentado en un “perezoso”, debajo de la enredadera de jazmín del país, mientras pensaba en los arreglos que tenía que hacerle a la casa cuando “vinieran” los hijos; dos por lo menos.
Mientras su mujer, de pocas palabras, se dedicaba a la rutina de la casa.
Una mañana Soria despertó sintiéndose mal. El cigarrillo le venía “cerrando” el pecho y aquella madrugada el problema se agravó. A la mujer no le dijo nada – “Ya se va’ pasar; pa’ qué la voy a priocupar... ”
Sin embargo, un sudor frío le empapó la espalda durante todo el día.
A las seis de la tarde, disimulando su estado, se despidió de su mujer y salió.
Sentado en el fondo de un corredor, con el “38” largo en la cintura, fue dejando correr las horas entre “chuchos” de frío y dolores que le “caminaban” por todo el cuerpo. Pero a las once de la noche no aguantó más.
Llamó al jefe de personal.
El otro le mandó un relevo a la media hora.
A las doce y media, jadeante, Soria llegó a su casa. Cuando estaba a un paso del zaguán, la puerta se abrió y apareció la mujer abrazada con José Corvo, el dueño de la despensa de la esquina.
Los vecinos oyeron los disparos y los primeros que llegaron encontraron a Soria sentado en la cuneta, dando la espalda a los cadáveres.
Después de una condena benévola Soria salió en libertad, pero no pudo quedarse en ese sitio. Vagó por muchos lugares haciendo de todo para comer, hasta que se instaló en aquel pueblito norteño.
Nunca se recuperó de aquello y se fue entregando, hasta convertirse en un bichicome.


Una mañana de otoño amaneció el pueblo cubierto por una neblina espesa. En los barrios bajos un vapor pegajoso apretaba el pecho y fatigaba. Daba la impresión de que una peste abrazaba al rancherío.
El viejo pasó mal.
Ese día húmedo casi fue fatal para él. No se levantó. Pasó todo el día tosiendo y dándose vueltas en la cama y el perro no se movió de su lado.
Al otro día estaba bastante bien, pero se había asustado.
- Güen día, bicho...
Se levantó, encendió el fuego, fue a buscar el agua y se sentó a preparar el mate.
Con el “amargo” entre las manos, Soria fijó sus ojos en las llamas rojas y naranjas. “Ya tengo ochenta y seis años... ¡la mierda!”
Entre la improvisada danza de las llamas vio escenas pasadas muchos años atrás; como cuando robaba frutas de los cajones de la verdulería del italiano Fraquelli; o la vez que, teniendo seis años, quedó solo en la casa de un vecino y un perro lo encerró en el galponcito del fondo, amenazante y fiero, salvándose milagrosamente por la presencia de un gato que distrajo la atención de su “carcelero”.
Cerró los ojos y siguió viendo llamas verdes, grises y azules que se entrelazaban alocadamente. “Ochenta y seis años y no tengo nada...”
El perro estaba sentado a su lado y lo miraba interesado, como adivinando que algo importante pasaría.
El viejo apoyó un codo en el muslo y hundió la pera en la palma de la mano. Casi invisibles cabellos plateados adornaban la frente como una telaraña y en sus ojos grises parecían agolparse todas las penas de su vida.
Miró al perro largo rato y el animal, instintivamente, enderezó el cuerpo y quedó atento, con un temblor imperceptible en las patas.
Entonces Soria habló despacio.
- Mirá che bicho, yo ando medio mal, ¿sabé?...y la cosa no anda muy bien pa’l asunto del morfi. Caminamo y caminamo y... no conseguimos casi nada... ¿no? Encima si lo repartimo nos queda mucho meno, ¿no?... Así que mirá, yo voy a seguir consiguiendo pa’mí...; vó tendrá que buscar pa’vó...
Una caricia que no llegó quedó suspendida en el aire, entre los ojos apagados del perro y la lágrima del hombre.


Aquella mañana, arrastrando sus zapatos rotos, resecos y sin cordones, Soria - como todos los días - recorría los boliches en busca de comida. El perro hacía como dos meses que no lo acompañaba. En la quietud gris de invierno de aquel día de julio, el viejo avanzaba lastimosamente encorvado por el medio de la calle desierta. Los paraísos, vacíos de hojas, le hacían una guardia de honor silenciosa e indiferente. Allá al final, ocho o diez manzanas adelante, la calle quedaba trunca, cortada por el paredón blanco del cementerio y la puerta de rejas se parecía a una boca negra dispuesta como una trampa para atrapar a distraídos transeúntes.
El viejo caminaba casi mecánicamente, dejando volar su memoria, libre e increíblemente agudizada en los últimos días.
Recordaba ahora, solo en esa calle triste, cuando su madre, arropándolo para enviarlo al campo a juntar la leña con su padre, le decía: “M’hijo, a lo mejor nosotro no tengamo nunca plata, pero lo vamo’ enseñar a no tenerle miedo al trabajo. Cuando sea grande nos va’gradecer... Cuando tenga hijos, si es pobre, y cruj diablo, les va’ enseñar lo mismo”.
- Mierda... ¡quién fuera gurí de nuevo!... – En algún rincón de su alma gastada
sentía el aleteo ya casi apagado, pero claro aún, de la rebeldía que nace de la impotencia; del saber que todo está jugado ya; que no hay razón para soñar ni elegir lo que nunca vendrá. Pero igualmente el espíritu se revela, surge solitario; con mucha o poca fuerza, pero surge. Lucha por escapar del abrazo de la realidad, ensaya el vuelo, se esfuerza por librarse del sino marcado y al final, agotado, trepa en forma de grito mudo hasta la garganta y se hace lágrima inútil.


Nadie anda en la calle. Sólo el viejo Soria, ausente de interés por lo que sucede a su alrededor. Únicamente la rutina lo mueve de un lugar a otro, con andar cansino.
“El viejo barbudo
ya no tiene perro
se siente muy solo
y va pa’l cementerio”
Los gurises lo rodean; no se explica de dónde salen tantos. Son ocho, diez, doce niños con cara de hombres que bailotean en macabra danza al ritmo de palmas.
- ¡Juera... juera bichos del demonio!
“El viejo barbudo
ya no tiene perro
se siente muy solo
y va pa’l cementerio”
Se tapa los oídos, hunde la cabeza en el pecho, pero las voces siguen gritándole dentro de la mente.
“El viejo barbudo
lalalá... lalalá..."
- ¡Juera!... ¡Juera bichos... ! ¡Madre... vamos madre... ¿dónde estás?
Manotea, girando como un trompo; quiere castigarlos, pero es inútil su esfuerzo. Son demasiado ágiles; se burlan de su lentitud, de su vejez, de su llanto. La canción va aumentando el volumen, se hace dolorosa, lastima todo su cuerpo; le duele el pecho, la garganta, los ojos. Y entonces un grito sube desde sus vísceras y estalla en el aire como una erupción de rabia y libertad.
- ¡Maaamáaaaaaaa!


Silencio.
Todo es silencio ahora.
No hay nadie en la calle.
Sólo los árboles y el suelo. El suelo allí, tan cerca de los ojos.
El suelo frío como sus manos, como su cara y sus pies.
Pero es mejor; ya no hay más angustia, se siente bien. Hay algo dulce en su interior; algo que poco a poco lo tranquiliza, lo acuna, lo adormece.
Con esfuerzo gira la cara y mira la calle que se aleja. En el final ya no está la puerta de rejas ni el paredón blanco.
No hay nada.
La vista se pierde en el cielo azul.
Y algo, allá muy lejos en el cielo mismo, se eleva lentamente mientras el viejo siente que ya nada es importante, que todo se minimiza en las distancias. Sólo ese algo que se aleja hacia el infinito es importante. Eso que ahora reconoce sin dudas y que es el final y el principio verdadero.


FIN

No hay comentarios: