domingo, 3 de agosto de 2008

Un día veinticinco

Aquella noche era como todas. La calle negra obligando a adivinar los pasos sobre la tosca fría que humedecía las alpargatas. Los perros del barrio haciendo coro de ladridos sin motivo. Alguna sombra que cruzaba, con olor a tabaco y sudor.
- Buenas noches.
- Güenas...
Cruzó el puentecito de tablones, casi perdido entre los yuyos de la cuneta, sintiendo – cuántas veces ya en esos años – el olor a podrido del barro azulado; oyendo el croar estridente, de sapos de todos los tamaños, que aturdía más su cabeza embotada de cansancio y hastío.
Abrió la puerta desvencijada y entró a una piecita que los gurises llamaban: “las casas”. Las paredes sin revocar, con el barro de asiento chorreante sobre los ladrillos descoloridos, enmarcaban una estancia de tres por tres en la que se amontonaban: una cama de plaza y media, un pequeño espejo colgado de un clavo muy grande, un roperito de maderas hinchadas de humedad, una mesa de cocina, dos sillas desiguales y un cajón de verdulería que, haciendo de mesa, soportaba encima un calentador de queroseno y una olla en la que hervía un poco de agua, unos fideos “cabellos de ángel”, un hueso y sal. El olor insulso y caliente lo envolvió, mezclado con el del queroseno y el de la ropa húmeda que colgaba de un alambre que cruzaba toda la pieza en diagonal.
Su mujer estaba sentada en la orilla de la cama. Lo miró con ojos apagados, entre triste e interrogante.
Y él;
- No hay caso, che... – No necesitó decir más nada.
La mujer fue hasta la olla y revolvió el contenido con un tenedor, mientras se alisaba el cabello mecánicamente.
Sobre la cama dos niños, un varoncito y una niña, de tres y cinco años. El niño dormía inquieto, chupándose un dedo. La niña, arrodillada sobre la cama, seguía con ojos grandes y ansiosos los movimientos de la madre.
El hombre sacó de un bolsillo un casi vacío paquete de tabaco, una hojilla arrugada y “armó”, pacientemente.
- ¿Y ese tabaco?
- Me lo dio Álvarez.
- ¿Y pan? – preguntó la mujer, sabiendo la respuesta.
- Nada. Ya me da vergüenza.
- Bueno.
Se arrimó el hombre al calentador, puso la punta del cigarrillo en contacto con la llama unos segundos y luego le dio unas pitadas cortas y rápidas. Se sentó en la cama. La niña se acercó a él y le apoyó una manito en el hombro. Manito suave, tibia, que casi lo acarició pero que a él le dolió como una cachetada.
- ¿Cómo va la sopa? – Preguntó como para olvidarse de esa manito.
- Y, casi está pronta.
- Yo no quiero; ando medio mal..., dale a los gurises, nomá’...
La niña lo observaba sin que él lo notara. De pronto, acercó la carita a la mejilla barbuda y le dio un beso. Algo estalló en el pecho del hombre y se le empañaron los ojos. Con su mano áspera acarició la carita de su hija y le alisó los finos cabellos que se le prendían en las grietas de los dedos.
- Juancito se durmió – dijo la niña -, ¿lo despierto?
- Sí, m’hija. – Respondió el hombre, sin fuerzas.
Se puso de pie, se acercó a su mujer y le dijo, mientras sentía el vapor húmedo y desabrido en el rostro;
- Mañana nos vamo’ pa’ Fray Bentos.
- Es marte’, ¿no?
- Es marte’, sí... veinticinco.
La niña sacudió suavemente el cuerpito de su hermano dormido.
- Juan, la sopa... Juancito...
Lentamente el niño abrió los ojos, miró extrañado a la hermana y se desperezó.
- Juancito... – llamó el hombre – Despiértese m’hijo, papá le va a dar sopa.
El hombre se sentó en la cama con el plato en el regazo. La mujer sirvió otro poco en un plato enlozado, puso una cuchara adentro y lo dejó sobre la mesa.
Y después, a la niña.
- Venga, siéntese en la silla. Coma y a la cama, que mañana nos vamo’ pa’ Fray Bentos.
- ¿A pasiar, mamá?
- Ajá; vení... comé.


Temprano salió el hombre, de la casa. Regresó como a la hora; siete y media, más o menos.
- María, ¿’tán prontos?
- Pará, que le pongo lo’ zapatos a Juancito.
- Bueno bueno, dale que González va pa’ yá y nos “yeva”.
El viaje fue rápido; Mercedes y Fray Bentos están sólo a treinta kilómetros.
Se bajaron casi al entrar a la ciudad.
- Gracias, González.
- No hay porqué, hermano... Felicidades.
- Igualmente.
Arrancó el camión y se alejó ciudad adentro.
Por un momento quedaron los cuatro parados quietitos en el borde de la carretera respirando el olor del gasoil y con las piernas cosquilleándoles por los nervios y el viaje.
- ¿Pa’ dónde vamos papá?
- Pa’ yá, mirá... Donde está aquella casita celeste.
- ¿De quién es esa casa, mamá?
- Del tío Toto, el hermano de tu padre.
Caminaron casi con alegría. En silencio el hombre y la mujer. Comentando alegremente las cosas nuevas, los niños.
Golpeó las manos el hombre, cerca del portoncito de madera. Un perro, negro y chiquito, apareció ladrando por un lado de la casa y se detuvo junto a ellos, portón de por medio. Los miró, olfateó por entre las tablas y siguió ladrando.
- ¡Callate, Pimpín!...
Apareció por el mismo lugar una mujer de unos cuarenta años, con algunas canas adornándole un costado de la cabeza. Se limpiaba las manos, blancas de harina, en un delantal floreado en vivos colores.
- Buenas. - Dijo sin tono, mirándolos uno por uno.
“Buenos días” contestaron a coro los cuatro.
- ¿Usted es la señora de Toto, verdad?
- Ahá. Y usted debe ser... Anselmo, ¿verdad?
- Si, doña; yo soy Anselmo.
La mujer abrió el portón.
- No lo conocía... ¡Hace tanto tiempo que ni los veíamos!
Pasaron en fila india, ante la mirada intrigada y casi hosca de la mujer.
- Toto fue hasta el almacén. Ya viene.
La dueña de casa sacó unas sillas de mimbre y las puso en rueda debajo de la enredadera de jazmín del país. Se sentaron. Los cuatro que llegaron.
Ella no.
- Disculpen un momento. Estoy terminando de amasar... Permiso.
- Atienda atienda.
Quedaron los cuatro en silencio.
El hombre mirándose las manos, buscando quién sabe qué.
La mujer observando al zorzal que comía indiferente un trozo de pan, adentro de una vieja jaula.
Los niños, ávidamente, miraban todo, inquietos en sus sillas.
Mientras el perro, echado cerca, los observaba de rato en rato y entrecerraba los ojos, dormitando.
Desde la cocina llegaba el ruido del palote de amasar y la música de una radio. Afuera todo era silencio, salvo el chirrido de la jaula que se balanceaba sacudida por los torpes movimientos del pájaro, demasiado grande para el tamaño de la prisión.
Sonó el portón de madera al cerrarse con fuerza, impulsado por un elástico metálico. Apareció un hombre morocho, de pelo rizado y corto. Al ver al grupo el rostro se le iluminó.
- Hermano... ¡Pero, che!...
Se levantó el hermano y extendió tímida y felizmente la mano.
- ¿Qué tal, Toto?
- ¡Bien bien, che...! ¿La familia? De paseo, ¿no?
- Y... – contestó la mujer, estirando también la mano.
El otro la estrechó entre las suyas, grandes y calientes.
- ¿Qué tal, doña? ¡Hola gurises! ¡Che, qué grande la nena! Y el machito, ¿también es de ustedes?
- Ahá. El casalito. – Explicó la mujer.
- ¿¡Pero viste, che Matilde, la visita que nos cayó!?
- Ahá... ¡Ya voy, ’perá!
- Está haciendo unos tallarines caseros. A mí me gustan mucho.
- Ricos, sí. – La mujer ensayó una sonrisa.
El dueño de casa, rodeando a su hermano por los hombros con su grueso
brazo;
- Pero, che... ¿Qué andás haciendo, después de tanto tiempo?
- Tengo que hablar con vos algunas cosas... si no es molestia.
- ¡Pero che, claro que no es molestia! Vení; vamos a la quinta, te muestro
las verduras que tengo y charlamos. Permiso, doña.
- Atienda atienda.


- Che, Matilde.
La mujer estaba terminando de preparar el tuco de los tallarines.
- ¿Qué pasó?
- Pasa que aquel anda bastante “tirau”. Vamos a tener que darle una mano.
- ¿Una mano de qué?
- Y... que se queden unos días por acá... Mientras, voy a ver si en la barraca
me...
- ¡Ah, nonononono!... ¡Yo acá no los quiero! No tengo ganas de mantener a esa manga de sucios!... ¡Y quién sabe por cuánto tiempo!
- Che, Matilde, es mi hermano.
- ¡Y yo soy tu mujer! ¡Y acá no entran!


Unos nubarrones se amontonaban amenazantes en el cielo de la media tarde. Se sentía el olor de la lluvia cercana.
Los cuatro por la orilla de la carretera.
En fila india.
Adelante el hombre, después el niño, la niña y la mujer.
- ¿Porqué no nos quedamos a “pasiar”?
- Papá... ¿y los tallarines?... ¿Por qué no nos quedamos a comer?
Silencioso, el hombre seguía caminando.
Después que pasaron el puente sobre el arroyo Yaguaraté Grande comenzó la lluvia, calmosa, como una caricia.
- ‘toy cansado, papá.
Siempre en silencio, el hombre levantó a su hijo y lo puso a caballo sobre los hombros.
Siguieron.
El hombre adelante con el niño.
Después la niña.
Atrás la mujer.
Cuando estaban llegando a la cárcel granja de Cañitas, el ómnibus que transporta el personal del puente General San Martín se detuvo frente a ellos.
Se abrió la puerta.
- ¿Adónde van?
- A Mercedes, señor.
- Suban; hasta el trébol grande los puedo arrimar.
Subieron.
Los recibió el olor a cigarrillos, a ropa limpia, a perfume. Alguien les cedió el asiento y se apretujaron todos, en silencio.
Cuatro minutos después llegaron al trébol.
La puerta se abrió.
Ahora llovía más fuerte; casi un chaparrón.
Bajaron con los ojos grandes, mirando por la puerta el agua que caía sobre la carretera negra.
- Gracias, señor...
- Bueno, hermano... Chau... ¡Felicid... !
La puerta se cerró.
Otra vez caminando.
Caminando caminando caminando.
Caminando en silencio.
El hombre con el niño “a caballito”.
La mujer y la niña allá, más atrás.


Horas después llegaron a Mercedes. Caminaron por calles mojadas, solitarias. Se embarraron en las huellas de tierra; resbalaron los zapatos en las zanjas. Y, al fín, “las casas”.
- ¡Llegamos, mamá!
- Ahá, m’hijo.
- Tengo hambre.
- Ahá.
- ¿Hay pan?
- Mirá cómo corre el agua en la cuneta.
- ¿Hay pan?
- Mamá, tengo frío yo.
- Ahora te seco. ‘Perá, ya entramo’.
- ¿Hay pan?
- Hay, capás... Algo vamo’ hacer.
Entraron. Rápidamente fueron sacándose las ropas mojadas. La mujer secó las cabecitas empapadas de los niños. El hombre encendió una vela y el calentador, puso la olla con el resto de sopa de la noche anterior sobre la llama azul naranja y luego se sentó en una silla. Quedó mirando a los niños que se sacaban las ropitas mojadas mientras la mujer apartaba otras prendas para ponerles.
- Papá... ¿hay pan?
- Hay sopa. Ya va’ estar.
- ¿Sopa igual que la de anoche?
- Hoy está más rica; tiene más gustito.
Apretó el hombre los dientes y destapó la olla. El agua comenzaba a soltar el mismo olor caliente y desabrido. Los niños se sentaron en la cama con el pelo húmedo y brillante peinado chato sobre las cabecitas. La mujer, junto a ellos, limpiaba distraídamente el peine, con los ojos brillosos.
El hombre miró el piso de ladrillos manchado con la húmeda marca de las goteras.
Entonces vio el sobre blanco, junto a la puerta.
- Y eso qué es?
- ¿Eso qué? - Devolvió la pregunta la mujer.
El hombre fue hasta la puerta, levantó el sobre y extrajo una hoja de cuaderno doblada en cuatro.
“Anselmo, dise el patron que el miércoles 2 bayas por la ofisina que tiene trabajo para vos que no falte porque ay mucho interesado y la cosa no está para despresiar asi nomas. Gutiérrez”.
¿Qué es? – Preguntó la mujer.
No contestó.
Algo ardió en su pecho y le subió hasta la garganta y dos lagrimones le asomaron bajo los párpados cansados. Fue hasta la cama, se arrodilló frente a ellos y los abrazó. Como pudo, los abrazó a los tres. Y los apretó fuerte; temblando por dentro y por fuera. Con la tristeza de años y la alegría de ahora; con la rabia de antes y la esperanza de hoy. Y ahí, sintiendo los cuerpitos tibios y tristes de sus hijos y el sollozo ahogado de su mujer, dijo casi como en una plegaria:
- Feliz navidá’... Feliz navidá’... – Y lloró.

En el teatro

( Retazos de vida)

Siempre hubo y habrá en mi pueblo gente que ame a “las tablas”.
Me refiero al Teatro.
Pero al Teatro “amateur”, como se dice por ahí.
Entre esos amantes me conté, me cuento y me contaré, como uno de los más apasionados.
Estoy convencido – entre otras cosas – que, luego de subir a escena por primera vez, una persona no puede olvidar nunca esa experiencia. Me atrevo a afirmar que – aunque nunca más lo haga – soñará por siempre estar sobre un escenario, aunque sea una vez más.
¿Qué es lo que provoca este sentimiento?
Hay muchas razones que doctos, estudiosos y entendidos pondrán sobre el tapete de las posibilidades.
Yo quiero sumarme, pero sumando un motivo que posiblemente ellos no tendrían en cuenta, dado su búsqueda – lógica - de causas más complejas.
Este motivo es simple, intrascendente quizás y sin jerarquía suficiente para integrar un estudio serio.

Pero, en fin, vayamos “al grano”.
Hacer Teatro, poner en escena una obra, armar el decorado, buscar o confeccionar la ropa, los muebles, los telones, maquillar, peinar o despeinar, pintar o pegar barbas y bigotes, panzas, jorobas y cuánta cosa se necesite es trabajo de muchos, aunque a veces es realizado por unos pocos.
Eso sucede, claro, en el Teatro “amateur”.
Sigamos llamándolo de esa manera.
En el Teatro Young de mi ciudad natal – Fray Bentos – se hace Teatro “amateur” a un nivel muy alto de calidad. Allí está, corroborando mis palabras, el “Centro Cultural Armonía”, con la presencia del Maestro Sosa. El “Turi” Sosa, que se nos fue para allá lejos y al que seguimos teniendo tan cerca.
El Maestro Sosa que amontonaba gente alrededor del Teatro. Teatro y Sosa, en Fray Bentos, son sinónimos; al menos para montón de gente, incluyéndome.
Sin el “Turi” Sosa el Centro Cultural Armonía dejó de hacer Teatro, pero surgieron y surgirán siempre otros grupos que, a nivel nacional, siguen prestigiando a la sociedad fraybentina.

Ahí tiene; sigo saliéndome del tema.
Y me salgo por que el Teatro es así. Se amontonan las cosas en el corazón y en la mente y se nos van escapando para afuera, casi sin control. Esas cosas que son recuerdos de lo querido, lo esperado, lo vivido.
Y otra vez intento regresar al tema.
Usted sígame.


Decía que en el Teatro – en la puesta en escena – debe trabajarse en armonía y multiplicándose muchas veces por dos y por tres, para cumplir a tiempo con lo programado.
A veces, los que son no alcanzan.
Entonces se “hecha mano” de amigos, allegados, parientes, etc.
Y trabajan a la par, hasta sentir – ellos y nosotros – que son parte del grupo. Y es tan grande su entusiasmo y dedicación que terminan siendo verdaderamente parte del asunto.
Y “tiran para adelante” con todo; a veces más que nosotros.
Ese fue el caso de un carpintero-albañil-electricista-sanitario-sereno-“crítico” y, sobre todo eso, amigo; amigo del todo y de todos.
Le había gustado tanto el ambiente de las jornadas de locura que se viven previas a un estreno que sufría junto a nosotros todas las peripecias que se debían sortear.
Así, fue empapándose de cómo se movían los engranajes del hecho teatral.
Vio, oyó, conversó, preguntó, calculó y hasta creó desde su experiencia y sensibilidad.

Un día, llegó desde la capital un grupo de Teatro profesional a representar la obra “Quiroga”, basada en la vida y la obra del escritor uruguayo Horacio Quiroga.
Llegaron, varias horas antes, el Director y los técnicos; iluminador y escenógrafo.
En el Teatro Young sólo estaba nuestro amigo, quien tenía orden de facilitarles el acceso a todo lo relacionado con su trabajo.
El resto del personal llegaría una hora antes de la función.
Comienza así un despliegue de actividades que absorbe por completo a los visitantes. Así se estudian y se programan las luces, la escenografía, el movimiento escénico apropiado para ese escenario, y tantas cosas más.

Nuestro amigo, el personaje multi-funcional allí, con los ojos grandes viendo todo, quieto en un rincón, sentado en un taburete petisón, pierna cruzada, bamboleo suave del pie y fumando tabaco negro “armado”.

Mientras el escenógrafo se dedicaba a sus tareas, los otros dos trajeron una escalera desde el depósito del fondo del escenario y organizaron los focos necesarios.
El Director bajó a la platea y el iluminador subió a la larga escalera y desapareciendo casi entre los “tachos”.
La primera orden llegó.
- Acá está “Quiroga” en la escena del revólver..., poneme un foco, ahí...
justito.
Ahí justito lo dirigía el otro, manipulando los reflectores desde la escalera.
- En la cuarta escena, “Quiroga” está en ese rincón. A ver, tirame una luz para ahí, cruzada desde allá.
Allá iba la luz.

Pero algo faltaba en todo ese trabajo.

Cuando se dirige la luz sobre la escena, siempre se coloca una persona
en el sitio a iluminar, para asegurarse de que el golpe de luz esté correctamente ubicado y, por ejemplo, no deje sin luz la cabeza del personaje.
Allí se hizo presente la figura pequeña de nuestro hombre.
Cuando el Director decía: “ En ese momento “Quiroga” debe estar sobre la tarima” y el técnico dirigía la luz hacia el lugar indicado, aparecía nuestro amigo en el círculo de luz, con su cigarro armado a un costado de la boca, y se quedaba quietito, con las manos a la espalda, hasta que el foco se apagaba. Luego aparecía en el siguiente círculo y así durante todo el tiempo que duró la labor de ubicar los focos.
Nadie hizo ningún comentario.
Así hicieron todo el trabajo.
Director, técnico y nuestro hombre.


Cuando todo estuvo pronto, bajó el técnico de la escalera e intercambió comentarios sobre lo realizado con el Director.
Luego, observaron al “ayudante” inesperado que estaba nuevamente sentado en su taburete, con la pierna cruzada, balanceando el pie y el “pucho” en un lado de la boca.
- Gracias, don.
- A las órdenes – contestó, casi con una reverencia.
- Pero dígame... – preguntó el Director - ¿cómo se dio cuenta de
lo que estábamos haciendo? ¿Cómo hizo para seguirnos al pie de la letra?
- Facilísimo. Usted decía: “Quiroga se para acá y... ‘tá... y se para allá y... ‘tá ”.
- Ah..., ¿usted conoce “Quiroga”?
- ¿Cómo si yo conozco a Quiroga?... ¡Yo me llamo Quiroga!


FIN

En la frenada

(cuento de sueños y realidades)




Cuando Arturo Balbuena abrió los ojos no vio nada y no hay otra palabra que lo defina mejor que nada siendo curioso pero a la vez alarmante ya que no estaba oscuro o sea que sencillamente no vio nada ni blanco ni negro y en el mismo instante un dolor que sólo era casi un dolor le penetró por los ojos directo hasta el cerebro a tal punto que creyó que algo le había estallado allí y no le permitía hallar la información del porqué estaba sucediendo aquello y el porqué no veía nada y que para sintetizar el asunto todo se limitaba a que no veía y le dolían los ojos pero claro eso se agregó a lo sucedido un segundo antes y que a la postre uniendo todas las piezas fue lo que formó o transformó los acontecimientos que se iniciaron cuando ese segundo anterior sintió un corto y sorpresivo empujón como los que se reciben a la salida de los estadios o en las colas de los cines y que se parecen a los empellones que dan los carteristas para distraer mente y cuerpo y sustraer cómodamente objetos de bolsillos y carteras de las víctimas aunque a Balbuena era evidente que no le pasó eso e inmediatamente después del rempujón distinguió de reojo con sus ojos que no veían pero que al final parece que sí como una sombra amenazadora que si amerita definirlo de alguna manera era simplemente el cuerpo gigantesco de un gusano negro que cruzaba muy cerca crujiendo sus dientes y emitiendo un asqueroso grito que se le metió en el alma y le congeló la sangre si es que hay gritos asquerosos y que tienen el poder de meterse en el alma y helar la sangre y que como ejemplo presente parecía que éste sí aunque notó que lo helado del grito se le mezclaba con el calor en su mejilla derecha al sentir claramente cómo le tembló otra vez toda la cabeza por culpa de aquella cachetada odiosa que le propinó su mujer con la mano izquierda cuando lo abandonó en medio de la playa bajo el terrible sol del verano antes de perderse ella por supuesto entre la gente y de la mano de aquel muchacho tostado de sol que no era su hijo no y ahora le resultaba incomprensible estar sintiendo eso o sea la cachetada otra vez y porqué aquella escena de un pasado tan lejano que incluía exasperadamente al muchachito dorado se instalaba hoy tan real en su conciencia después de que un gigantesco gusano chillón y negro como metal viejo pasara ante su mirada nítidamente en un instante en que no veía nada pero que al final veía como en un collage incoherente donde todo se mezclaba sin pausa ni pudor tanto que así de pronto todo cambió y ahí nomás un innombrable por desconocido monstruo de dos patas y dos cabezas cubierto con una piel de texturas mixtas avanzó hacia él y le encaró envolviéndolo con su aliento de leche cuajada que surgía desde atrás de otro tibio y sutilmente perfumado jadeo mirándolo de frente con cuatro ojos que impresionaban mucho pues dos de ellos eran grandes y alargados y negros siendo los otros azules y redondos y chiquitos impidiendo a Balbuena todos juntos decidir a dónde dirigir la mirada en ese rostro bifocal y que fue por eso nada más que horrorizado desvió la cara a un lado para no enfrentar la desigual e interesada doble visual de la bestia y entre reflejos de cosas que incluían su propia imagen etérea e irreal vio la gran guillotina blanca tinta en sangre que se elevaba lenta y amenazando caer sobre su cráneo provocando que su miedo creciera hasta el horror al comprender que casi estaba viviendo el final de su rutinaria y aburrida existencia por el inminente golpe del filo ácido de la cuchilla oyendo las dulces campanas del más allá que lo recibían tempranamente con un repicar más ácido del que imaginaba y para colmo sumando terror más terror comprobó helado por dentro que ocupaba el primer lugar en la cola de los que iban a ser guillotinados mientras desde una realidad mentirosa o una mentira real veía al verdugo obeso y gris que avanzaba hacia él sin enfrentar esa su mirada hosca y de vidrio a las de los condenados solicitando groseramente las tarjetas numeradas.
- ¡Boletuboletos!... Más atrás que hay lugar, señora, por favor.




El viejo ómnibus avanzaba, a los pechazos, por entre un abarrotado tránsito mañanero. El guarda, gordo y con su traje arrugado y gris, se aferró firmemente del pasamanos y, con su panza dura, golpeó en el hombro a Balbuena cuando el vehículo se detuvo bruscamente frente a la barrera del paso a nivel urbano. Segundos después la mole negra, rechinante y oscurísima del tren, cruzó delante del colectivo haciendo temblar calle, autos, buses y gente. Una mujer, que en ese instante intentaba guardar su boleto en el bolsillo, le golpeó con el codo en el rostro y otra, aprovechando que abrió los ojos asombrados, se le acercó - con un bebé en brazos – a pedirle el asiento. Balbuena quería regresar del sueño que era realidad a la realidad que no era, pero no podía porque no sabía cual era cual. Luego de que todos los ruidos del tren se adelgazaron por la vía, la barrera - pintada de blanco y rojo – se elevó con parsimonia, como toda barrera, y una campana vieja resonó autoritaria dando paso a la cola de vehículos.
Arturo Balbuena quedó suspendido unos segundos, con todo el cuerpo erizado, en ese estado en que la realidad es sueño y éste es verdad. Al instante terminó de despertar, pero no de discernir esa dualidad. Sintió que todos lo observaban, aunque una indiferencia cansina se desparramaba por entre los demás. Avergonzado, convencido de que todos sabían lo que él había vivido en esos segundos, temblando su alma y observando por la ventanilla para asegurarse de que el gusano negro ya no regresaría, continuaba viajando hacia su trabajo diario, mientras secaba mecánicamente sus manos sudorosas en los pantalones.




- ¿Me permite su asiento, señor?...
Cuando el olor a leche cuajada, matizado por el tenue perfume del bebé, le envolvió, se aplastó contra el respaldo metálico del asiento, empujado por una ráfaga de terror y casi gritó. No lo hizo porque instintivamente se llevó la mano a la boca y mordió fuertemente sus dedos.
Entonces sí, gritó de dolor.
Y volvió a avergonzarse, porque el dolor le advirtió que la realidad y el sueño estaban allí, aunque no le señaló qué era la realidad y qué no.
En aquel momento se puso de pie, mientras un temblor repentino le sacudió el último poquito de miedo que le quedaba en algún rincón del alma.
Mientras la señora ocupó el asiento con su hijo en brazos, Balbuena observó por la ventanilla, adivinando y temiendo las presencias del gusano y la guillotina.
Luego, a pesar de ello - aferrado al pasamanos - dormitó otra vez mientras, a sus espaldas, el guarda seguía su tarea.
- ¡Boletuboletos...!





Desde el pasado que ahora era presente su mujer le propinó otra vez aquella injusta cachetada con la mano izquierda que le sacudió toda la cabeza y ahora extrañamente con olor a leche cuajada y un rostro conocido pero con cuatro ojos desiguales se alejó por la playa entre la gente de la mano del muchacho dorado de sol mientras la guillotina volvía a subir tinta en sangre y otro gusano chillón y negro como metal viejo se arrastraba junto al ómnibus.

Ese ómnibus que, tropezando entre un abarrotado tránsito mañanero, se acercaba al próximo paso a nivel.



FIN

Cuando Juan se quedó solo

Tarde era ya cuando se fueron todos. El último fue Esteban, el peón de los Jiménez. Montó el tordillo que tenía atado en el matorral de ligustros al lado del rancho. Levantó la mano mientras el animal resoplaba y sacudía la cabeza con ruido a freno y bozal, hizo girar a la bestia retumbando el patio y, al tranco, se fue haciendo negro en lo negro del campo.


Juan quedó parado en el patio.
Quieto quedó.
Mirando hacia lo oscuro pero sin querer ver nada.
Tenía la sensación de que no había pasado aquello y que su mujer estaba durmiendo allí adentro con la panza grande, llena del hijo que esperaban. Casi estaba convencido de que el doctor no había venido, ni la partera con su pelo blanco y las manos como pasas. Ya no recordaba ni los gritos de su mujer, ni las órdenes del doctor... “deme eso, alcánceme aquello... ¡tenga de acá!"... ¡Vamos, vamos!” Casi seguro estaba de que a la mañana se iba a levantar, prepararía el mate y, sentado en la cama, en un “mano a mano” adormilado, ella le iba a hablar hasta por los codos del hijo que venía. Casi adivinaba ahora lo que sería ese rancho con un gurí gateando por todos lados; con gurí riendo, llorando, comiendo o simplemente durmiendo, despatarrado en el catre grande. Casi se veía caminando entre el monte, con el gurí prendido de su mano o corriendo adelante, queriendo agarrar un pájaro con las manitos gordas. Casi lo veía del otro lado del corral... “¡dale viejo, abrí la cimbra que yo te aguanto estos novillos!...” Casi, casi lo veía ahora sujetando su mano... “tranquilo papá, yo estoy a su lado; descanse, nomás...”



Allí estaba parado, con la imaginación confundiéndosele con los deseos.
Allí estaba, quieto en cuerpo y alma como esperando un despertar nuevo, distinto y bueno.
Allí estaba, con el olor a flores en la ropa, el frío de la muerta en las manos y el negror de la noche en la mente.
Y allí estaba, con el vacío que deja un suspiro. Ese vacío manso, ni malo ni bueno, en esa marcha sin detenerse, sin mirar atrás y sin ver hacia delante.
Rato estuvo así. Hasta que se le erizó la piel con el aire húmedo de rocío.
Y, lentamente, comprendió que todo había realmente pasado. Los gritos, el doctor, la partera, el olor a flores y el peón de los Jiménez; todo había pasado y todo estaba terminando allí, en la quietud que ahora estaba él.


Entonces volvió al rancho.
Se paró en la puerta.
La salita estaba igual que siempre; las vecinas habían dejado todo arreglado y barrido. Sólo un detalle desentonaba.
Se agachó, levantó el clavel, sin gajo y pisoteado, lo anidó en la mano grande y lo miró largo rato. Después fue hasta la cocina, buscó el tarro de la basura y dejó caer la flor entre papeles, tierra y puchos de cigarros.


Después fue despacio hasta el dormitorio.
Se sentó en la cama.
Se dejó caer hacia atrás.
Y se quedó, como dormido.



FIN

Escenas de una vida

El perro empujó con el hocico la puerta de alambrilla y entró golpeteando sus huesos contra el marco de metal. La puerta de elásticos vencidos, como jugando, le apretó la punta de la cola. El animal esbozó un gemido y saltó hacia delante, enredándose en las piernas de una señora que, con gestos estudiados pero de real desagrado, se paró en puntas de pié, conteniendo la respiración. El perro se escabulló y se paró frente al mostrador, levantó la cabeza y “clavó” los ojos en los trozos de carne colgados en los ganchos.
En el cordón de la vereda el viejo Soria, su dueño, sentado indiferente a los automóviles que cruzaban rozándole los zapatos, revolvía una bolsa de arpillera donde se amontonaba lo poco que le daban en su recorrido diario por todo el pueblo.
Soria era sólo piel y hueso. El pelo escaso y finito, casi transparente; los ojos, en un tiempo celestes eran ahora grises, hundidos, chiquitos y llorosos; las manos pecosas, agrietadas, amarillas, con uñas moradas rematando dedos cortos y anudados. La columna doblada le obligaba a mirar el suelo para siempre y el vientre, hundido, estaba cubierto por una faja negra, comida por las polillas.
El perro parecía su hermano. Sólo le faltaba andar en dos patas.
Era su única compañía y lo tenía desde hacía diez años, cuando realizaba unas changas en una estancia de Río Negro, en época de “yerras”.
Un automóvil le pasó muy cerca, entonces lentamente se puso de pie, recogió la bolsa, la cargó al hombro y, arrastrando los rotos zapatos, entró tímidamente a la carnicería.
Se paró en un rincón, en silencio y concentrado en los gestos del carnicero. El perro, que presintió su llegada, giró la cabeza y lo miró ensayando una especie de sonrisa canina, moviendo la cola lentamente, pensativo.
Uno a uno, varios clientes salieron llevando carne, achuras o embutidos.
De pronto el carnicero tomó dos o tres huesos, de los más “pelados”, los envolvió en una hoja de periódico y le hizo a Soria una seña impuesta por la rutina. El pedigüeño avanzó vacilante, con sus zapatos retorcidos, abriendo entre tanto la boca de la bolsa. No había llegado al mostrador cuando se crisparon sus manos apretando la arpillera. Él sabía lo que sucedería. El paquete con los huesos “voló” y cayó dentro de la bolsa. Rápidamente el viejo cargó la bolsa al hombro y salió seguido del perro.
- ¿Viste viejo que yo pa’l basquebal soy un lión? – Epilogó el de la carne.
Todos festejaron.


Construido en un baldío, casi fuera de la ciudad, el rancho - que primero había sido depósito de forraje, luego lugar de juegos y escondidas de la gurisada del barrio - pasó a ser la “vivienda” de Soria y su perro.
Todos los días antes de salir el sol el viejo despertaba y miraba por una rendija del adobe que estaba justo frente a la almohada. Por allí veía sólo un pequeño espinillo casi seco que día a día se entregaba impotente a los maltratos de los gurises. Para Soria, aquel raquítico árbol era su servicio meteorológico. Y el pequeño espinillo sabía que su misión era esa. Espiando por el agujero Soria observaba; si estaba gris y sus ramas vibraban tenuemente, sabía que pasaría helándose toda la mañana si no se abrigaba; verde azulado, el día era hermoso, cálido y sereno; las ramas rojizas, había que acarrear agua para regar el piso del rancho pues se avecinaba una tarde de insoportable calor.
- Güen día, bicho... – El perro lo observaba con la cabeza apoyada en el borde de la cama.
El viejo se sentaba en la orilla del catre y se ponía el saco y los zapatos.
El saco y los zapatos.
Era lo único que se sacaba para dormir. Estaban tan sucios como las otras prenda que usaba y que, si algún día tuvieron sus colores particulares, hoy mostraban un tono uniforme y desagradable.
Salía el hombre a juntar leñitas secas para encender el fuego. Después, con metódicos movimientos, hacía un cono de ramitas encerrando algunos papeles resecos. De algún bolsillo sacaba un fósforo y encendía los papeles. Cuando las llamas abrazaban a las “chisporroteantes” leñitas, tomaba una lata vacía de duraznos en almíbar y traía agua pesada y fresca del grifo de la esquina, la colocaba en equilibrio precario entre las piedras del fogón y mientras el agua se calentaba preparaba el mate, con yerba nueva o vieja, según viniera la cosa. Después tomaba mate, sentado en un banco que había construido hacía añares con maderas de un cajón de verdulería.


El viejo Soria, Agustino Soria, había terminado como pordiosero viviendo en aquel pueblito cerca de la frontera con Brasil luego de una vida, si bien ordinaria, no poco tranquila.
Cuarenta años atrás vivía en el barrio del cerro de una vieja e histórica ciudad del Uruguay. Seca, a pesar de estar casi “clavada” en un río oscuro y torrentoso. Ciudad de calles angostas y sin árboles; agrietadas de calor en verano y azules de frío en invierno. Adornadas algunas con los viejos adoquines de tiempos memorables. Soria vivía en el barrio más pobre. Con calles de tosca rosada y paraísos de copas redondas y frescas.
Se había casado con una muchacha de piel aceitunada, piernas largas y brillosas, caderas redondas y boca sensual.
Trabajaba en una fábrica de papel cerca de la ciudad, a orillas del río. Hacía permanentemente el turno de siete de la tarde y hasta las cinco de la mañana.
Llegaba a su casa alrededor de las seis, luego de muchas horas en que su única compañía era el zumbido de un generador que funcionaba sin descanso.
De tarde solía dedicarse a la casa. Arreglaba el tejido del fondo, limpiaba el gallinero, le ponía estaquitas de caña a las plantas del jardín.
A veces simplemente dormitaba, sentado en un “perezoso”, debajo de la enredadera de jazmín del país, mientras pensaba en los arreglos que tenía que hacerle a la casa cuando “vinieran” los hijos; dos por lo menos.
Mientras su mujer, de pocas palabras, se dedicaba a la rutina de la casa.
Una mañana Soria despertó sintiéndose mal. El cigarrillo le venía “cerrando” el pecho y aquella madrugada el problema se agravó. A la mujer no le dijo nada – “Ya se va’ pasar; pa’ qué la voy a priocupar... ”
Sin embargo, un sudor frío le empapó la espalda durante todo el día.
A las seis de la tarde, disimulando su estado, se despidió de su mujer y salió.
Sentado en el fondo de un corredor, con el “38” largo en la cintura, fue dejando correr las horas entre “chuchos” de frío y dolores que le “caminaban” por todo el cuerpo. Pero a las once de la noche no aguantó más.
Llamó al jefe de personal.
El otro le mandó un relevo a la media hora.
A las doce y media, jadeante, Soria llegó a su casa. Cuando estaba a un paso del zaguán, la puerta se abrió y apareció la mujer abrazada con José Corvo, el dueño de la despensa de la esquina.
Los vecinos oyeron los disparos y los primeros que llegaron encontraron a Soria sentado en la cuneta, dando la espalda a los cadáveres.
Después de una condena benévola Soria salió en libertad, pero no pudo quedarse en ese sitio. Vagó por muchos lugares haciendo de todo para comer, hasta que se instaló en aquel pueblito norteño.
Nunca se recuperó de aquello y se fue entregando, hasta convertirse en un bichicome.


Una mañana de otoño amaneció el pueblo cubierto por una neblina espesa. En los barrios bajos un vapor pegajoso apretaba el pecho y fatigaba. Daba la impresión de que una peste abrazaba al rancherío.
El viejo pasó mal.
Ese día húmedo casi fue fatal para él. No se levantó. Pasó todo el día tosiendo y dándose vueltas en la cama y el perro no se movió de su lado.
Al otro día estaba bastante bien, pero se había asustado.
- Güen día, bicho...
Se levantó, encendió el fuego, fue a buscar el agua y se sentó a preparar el mate.
Con el “amargo” entre las manos, Soria fijó sus ojos en las llamas rojas y naranjas. “Ya tengo ochenta y seis años... ¡la mierda!”
Entre la improvisada danza de las llamas vio escenas pasadas muchos años atrás; como cuando robaba frutas de los cajones de la verdulería del italiano Fraquelli; o la vez que, teniendo seis años, quedó solo en la casa de un vecino y un perro lo encerró en el galponcito del fondo, amenazante y fiero, salvándose milagrosamente por la presencia de un gato que distrajo la atención de su “carcelero”.
Cerró los ojos y siguió viendo llamas verdes, grises y azules que se entrelazaban alocadamente. “Ochenta y seis años y no tengo nada...”
El perro estaba sentado a su lado y lo miraba interesado, como adivinando que algo importante pasaría.
El viejo apoyó un codo en el muslo y hundió la pera en la palma de la mano. Casi invisibles cabellos plateados adornaban la frente como una telaraña y en sus ojos grises parecían agolparse todas las penas de su vida.
Miró al perro largo rato y el animal, instintivamente, enderezó el cuerpo y quedó atento, con un temblor imperceptible en las patas.
Entonces Soria habló despacio.
- Mirá che bicho, yo ando medio mal, ¿sabé?...y la cosa no anda muy bien pa’l asunto del morfi. Caminamo y caminamo y... no conseguimos casi nada... ¿no? Encima si lo repartimo nos queda mucho meno, ¿no?... Así que mirá, yo voy a seguir consiguiendo pa’mí...; vó tendrá que buscar pa’vó...
Una caricia que no llegó quedó suspendida en el aire, entre los ojos apagados del perro y la lágrima del hombre.


Aquella mañana, arrastrando sus zapatos rotos, resecos y sin cordones, Soria - como todos los días - recorría los boliches en busca de comida. El perro hacía como dos meses que no lo acompañaba. En la quietud gris de invierno de aquel día de julio, el viejo avanzaba lastimosamente encorvado por el medio de la calle desierta. Los paraísos, vacíos de hojas, le hacían una guardia de honor silenciosa e indiferente. Allá al final, ocho o diez manzanas adelante, la calle quedaba trunca, cortada por el paredón blanco del cementerio y la puerta de rejas se parecía a una boca negra dispuesta como una trampa para atrapar a distraídos transeúntes.
El viejo caminaba casi mecánicamente, dejando volar su memoria, libre e increíblemente agudizada en los últimos días.
Recordaba ahora, solo en esa calle triste, cuando su madre, arropándolo para enviarlo al campo a juntar la leña con su padre, le decía: “M’hijo, a lo mejor nosotro no tengamo nunca plata, pero lo vamo’ enseñar a no tenerle miedo al trabajo. Cuando sea grande nos va’gradecer... Cuando tenga hijos, si es pobre, y cruj diablo, les va’ enseñar lo mismo”.
- Mierda... ¡quién fuera gurí de nuevo!... – En algún rincón de su alma gastada
sentía el aleteo ya casi apagado, pero claro aún, de la rebeldía que nace de la impotencia; del saber que todo está jugado ya; que no hay razón para soñar ni elegir lo que nunca vendrá. Pero igualmente el espíritu se revela, surge solitario; con mucha o poca fuerza, pero surge. Lucha por escapar del abrazo de la realidad, ensaya el vuelo, se esfuerza por librarse del sino marcado y al final, agotado, trepa en forma de grito mudo hasta la garganta y se hace lágrima inútil.


Nadie anda en la calle. Sólo el viejo Soria, ausente de interés por lo que sucede a su alrededor. Únicamente la rutina lo mueve de un lugar a otro, con andar cansino.
“El viejo barbudo
ya no tiene perro
se siente muy solo
y va pa’l cementerio”
Los gurises lo rodean; no se explica de dónde salen tantos. Son ocho, diez, doce niños con cara de hombres que bailotean en macabra danza al ritmo de palmas.
- ¡Juera... juera bichos del demonio!
“El viejo barbudo
ya no tiene perro
se siente muy solo
y va pa’l cementerio”
Se tapa los oídos, hunde la cabeza en el pecho, pero las voces siguen gritándole dentro de la mente.
“El viejo barbudo
lalalá... lalalá..."
- ¡Juera!... ¡Juera bichos... ! ¡Madre... vamos madre... ¿dónde estás?
Manotea, girando como un trompo; quiere castigarlos, pero es inútil su esfuerzo. Son demasiado ágiles; se burlan de su lentitud, de su vejez, de su llanto. La canción va aumentando el volumen, se hace dolorosa, lastima todo su cuerpo; le duele el pecho, la garganta, los ojos. Y entonces un grito sube desde sus vísceras y estalla en el aire como una erupción de rabia y libertad.
- ¡Maaamáaaaaaaa!


Silencio.
Todo es silencio ahora.
No hay nadie en la calle.
Sólo los árboles y el suelo. El suelo allí, tan cerca de los ojos.
El suelo frío como sus manos, como su cara y sus pies.
Pero es mejor; ya no hay más angustia, se siente bien. Hay algo dulce en su interior; algo que poco a poco lo tranquiliza, lo acuna, lo adormece.
Con esfuerzo gira la cara y mira la calle que se aleja. En el final ya no está la puerta de rejas ni el paredón blanco.
No hay nada.
La vista se pierde en el cielo azul.
Y algo, allá muy lejos en el cielo mismo, se eleva lentamente mientras el viejo siente que ya nada es importante, que todo se minimiza en las distancias. Sólo ese algo que se aleja hacia el infinito es importante. Eso que ahora reconoce sin dudas y que es el final y el principio verdadero.


FIN

Algo en el monte




(Cuento de realismo fantástico)




Los matorrales bajos que enmarcaban el caminito eran antesala de un monte denso, insondable y amenazador. Por encima de ellos, los árboles añosos y jóvenes se enlazaban, inclinando sus ramas sobre el sendero.
Moscas, abejas y tábanos revoloteaban con gozo cerca de las frutas dulzonas de las matas y sorpresivos aleteos revelaban la oculta presencia de los pájaros. Desde la espesura surgían canturreos que se mezclaban alegres y animados o lánguidos y frágiles. Hacia el cielo, flotaban zumbones los insectos, excitados por el bochorno del mediodía.
Algunos árboles, por añejos o por fuerza de un vendaval y semi cubiertos por la hiedra, se tendían a la vera del caminito; sin hojas, insensibles, mostrando libres sus raíces inútiles.
De rato en rato, todo quedaba cubierto por el silencio que se extendía durante unos segundos sobre la vida del monte. En aquel momento, casi desde la imaginación, llegaba el reptar de lagartos y culebras, el aliento de fieras agazapadas, el perfume del pasto, el resoplido alerta del ciervo, la distante frescura del barro.
Y el calor - que se alargaba trepidando sobre la vegetación - adormecía, transformando la realidad en sueño y lo imaginado en verdad palpable.
Sediento letargo, que ese día provocaba y engañaba más.
Algo en el monte no era igual.


Juancito no conoció a su padre. A su madre, poco. El día de su segundo cumpleaños, ella murió en un accidente.
El pequeño de once años vivía con su abuela, doña Maura, a la orilla del monte en un ranchito de paredes de barro y paja-brava con techo de latas, construido cuarenta y pico de años atrás por su abuelo, también muerto.
Ahí vivían los dos.
Solos vivían.
Abuela y nieto estaban bien porque sus cosas devenían desde una simpleza sin muchos sueños, en esa orilla calurosa y absurda.
Se levantaban temprano todos los días.
Invierno y verano.
Una vez por mes eliminaban la maleza que rodeaba al rancho, para evitar la presencia de ratas y serpientes.
Laboraban la tierra todos los días, en una pequeña huerta repleta de verduras.
Algunas gallinas y patos, que vagabundeaban a su antojo sueltos y obedientes como mascotas, tenían nidales entre los arbustos y Juancito – conocedor de esos escondrijos – era el mandado a recoger los huevos.
En el pequeño patio, dos árboles de mandarinas y un limonero les brindaban sus sombras perfumadas.


Esa mañana, después de dedicarse a la huerta, la anciana amasó.
Almorzaron tallarines, cortados anchos a cuchilla y hervidos en un caldo de tomates, cebolla, tomillo y sal gruesa.
Después de comer, doña Maura se recostó en su sillón de hamaca bajo el limonero, a disfrutar de una siestita arrullada por abejorros y susurros de la memoria.


Desde temprano, unos chuchos le “caminaban” al niño por todo el cuerpo. Pero no les dio importancia.
A la abuela no le comentó nada.
En silencio, dispuso lo necesario con la intención de salir a cazar con la honda. La suya, confeccionada con una horqueta de ligustro, dos tiras de goma - sacadas a tijera de una cámara de rueda de bicicleta - y una lengua de zapato que servía de contrafuerte para la piedra, era un regalo de la anciana, hecha por ella misma.
Le gustaba al niño cazar loros y palomas. Un incitador estremecimiento le provocaba el golpe sordo de la piedra en pluma y carne y ver luego a la presa herida caer en círculos agónicos y silenciosos.
Apasionado, decía a su abuela que loros y palomas sólo servían para comérselos.


Colgó la honda al cuello, cargó el bolso a la espalda y se despidió alzando una mano.
Doña Maura le brindó una sonrisa por dos; permiso y despedida.
Él se alejó por el caminito.
En el bolso llevaba muchas piedras de “chispas” que, escogidas concienzudamente, eran proyectiles.
Junto con las piedras llevaba un montón de mandarinas olorosas.
El bolsito de cansadas costuras estaba demasiado cargado con piedras para cazar, frutas para la ida, agua para el regreso.


El niño se internaba en la espesura siempre por la escuálida senda. Una caminata lenta, vigilante y buscadora. Una hora alejándose del rancho y luego el retorno. Sin arriesgarse en el bosque cerrado, cazaba solamente lo que se posaba sobre las ramas a su alcance, desde el camino.


La honda descansaba colgaba de su cuello.
No estaban las palomas. No se oían los loros.
El monte murmuraba, pero estaba más silencioso que de costumbre.
Esquivando mecánicamente los gajos en lluvia de los matorrales, avanzaba lentamente por el aburrido sendero.
Escudriñando sin pausas entre el ramaje, pelaba y comía mandarinas con una lentitud estudiada, sin ruidos de manos o boca que pudieran ahuyentar a las aves.
Concentrado como un felino, sobreponiéndose al malestar, se movía lento buscando en la espesura quieta y con sol a pique. Instintivamente, adoptaba movimientos y posturas casi teatrales, como un mimo.
Y mientras el monte se cerraba a su alrededor, él caminaba sin saber que no llevaba la botella con agua fresca.


Juancito sabía que el calor del mediodía era el mejor para cazar.
Palomas y loros, sofocados, dormitaban con las plumas esponjadas entre la espesura sombría, sin percatarse de su presencia.
Sin embargo, sin cotorras ni palomas, ese mediodía era distinto; con un silencio murmurador y con una brisa inmóvil.
Y en medio de eso avanzaba el niño sumido en su búsqueda, sin notar el extraño silencio y la quietud del viento.
Tampoco advirtió que en la agitación del monte se hizo una pausa.
Parecía como si todo, en la espesura, hubiera contenido el aliento.
Duró unos segundos.
Llegó luego un sonido; suave al principio, lastimero y feroz al final. Una queja agonizante que Juancito no pudo identificar. Y enseguida, otro gemido brutal y desgarrante que se le vino encima, como un alarido.
Quietud. Oscuridad. Silencio.


Transcurrió una hora.
Aún vibrando, el grande y viejo árbol descansaba a un costado. Algunas de sus ramas estaban atravesadas impidiendo el paso y se hundían luego en la espesura, al otro lado de la senda.
El niño se encontraba acurrucado y quieto, rodeado por una maraña de hojas y gajos bajo la tupida fronda.
Había perdido el conocimiento, seguramente por un golpe.
Decenas de loros y palomas fueron llegando desde todos lados, posándose en el árbol caído. Quietos y silenciosos, se veían como una guardia anhelante.
Rato después, casi imperceptibles, unos pequeños movimientos de sus párpados indicaron que volvía en sí. Lentamente su cuerpo cambió de posición, aún atrapado. Abrió los ojos. Sintió un dolor suave, entumecido, que recorría su cuerpo.
Pero un tobillo le dolía mucho.
Comprendió lo que había sucedido y se estremeció.
Tardíamente sobresaltado, intentó alejarse de allí arrastrándose por debajo de las ramas. Pero el bolsito estaba enganchado entre los gajos y lo retenía cruelmente. Entonces comenzó a jalar con desesperación.
Jaló, jaló y jaló, produciendo un temblor de hojas y ramitas.
Atemorizados, palomas y loros volaron hasta lo alto de árboles cercanos.
Con los tirones, poco a poco las costuras cedieron y el bolso se desarmó. Liberado, el niño acomodó su cuerpo lo suficiente para escapar por debajo de las ramas hacia el otro lado de la senda. Desconcertado, no sabía hacia dónde avanzaba. Sólo quería alejarse de la trampa verde.
Aún con el dolor en el tobillo se libró de las ramas que lo atrapaban, pero siguió avanzando por el monte sin notar la diferencia. Peleando a brazo partido con los matorrales, anduvo un largo trecho. Al fin se detuvo.
Se había perdido, pero no lo sabía.
Sólo pensaba en el fuerte dolor, la herida ensangrentada y la naciente hinchazón.


Necesitaba agua para lavar, para curar.
Para beber.
Sed.
Recién hizo conciencia de ello.
Tenía mucha sed, debido a la fiebre y al largo desmayo bajo el sol.
Temblaba desde lo más profundo de sus músculos.
Buscó ansiosamente la botella en el bolso. Estaba roto y vacío. Había perdido todas las mandarinas y las piedras.
La botella del agua nunca estuvo.
Entonces sintió más sed. Y un frío que le quemaba la piel.
Debía razonar y hallar una salida, pero no salía de su confusión.
Sólo atinó a seguir. Caminó arrastrando su pie y su cuerpo y su espíritu. Tropezando con raíces, equivocando el paso en hoyos escondidos bajo la hojarasca reseca, lastimando sus brazos con la pared de ramas que le apresaban como dedos de seres inquietantes.
Sus manos se transformaban también en ramas, se enmarañaban con las otras y era difícil liberarlas.
Avanzó sudoroso y alterado hasta que algo llamó su atención.
En ese desolado deambular con sed y sin agua, vio ojos.
Ojos de gatos salvajes. Ojos de ciervos. Ojos de palomas y loros.
En tanto, desde la espesura llegaban ahogados quejidos, como si alguien invisible pero cercano avanzara con esfuerzo, esperando el momento adecuado para algo que él ignoraba.
Caminó y caminó y caminó.
Y se detuvo sudoroso, con la boca sedienta.
Caminando entre la espesura había lacerado su cuerpo y su mente en un esfuerzo estéril. Miró al sol, que había avanzado hasta situarse un poco a su derecha y supo que estaba parado mirando al sur. Pero no sabía a cuánta distancia estaba, ni de qué.
Necesitaba seguir y encontrar la perdida senda.
Intentó dar un paso, pero un repentino temblor en las piernas lo obligó a arrodillarse. Luego su cuerpo cayó a un lado y quedó su rostro entre hojas muertas y crujientes. Rápidamente el letargo ganó su cuerpo. Estaba a punto de dormirse, cansado y enfermo. Entonces, con inesperado brío consiguió ponerse en pie, algo vacilante.
El cuerpo le temblaba.


El cansancio y la sed lo dominaban, pero sabía que no tenía alternativa. Tenía que seguir. Pero, sin saber hacia dónde, su suerte se limitaba a una decisión por si acaso.
Buscaba en rededor una señal que le indicara la dirección correcta cuando, imprevisto, un chasquido de rama quebrada lo puso en alerta.
En seguida llegó el soberbio y nasal gruñido, como una “ge” prolongada y afónica, que le caló hasta los huesos. Hasta el aliento húmedo le llegó claro. Y el miedo le aferró todo el cuerpo.
Un tremendo Yaguareté estaba frente a él, semi oculto entre la maleza.
Quedaron quietos los dos.
El niño, casi sin respirar.
El animal tenso, haciendo gestos sin ruidos.
En escasos segundos pasaron horas.
Luego el muchacho, ante la quietud temible de la bestia y llevado más por el instinto que la razón, se movió muy lentamente, retrocediendo.
Paso a paso, bajo la mirada del Yaguareté.
Paso a paso, casi sin respirar.
La figura inmóvil del felino desapareció entre el boscaje, pero el niño siguió su lenta huída mucho más allá. Por fin se detuvo y, agotado, se acurrucó indefenso en un tronco hueco.
Y su espíritu cedió.
Lloró.
Lloró en silencio todo su cuerpito, estremecido y cubierto por el terror y la soledad.


El monte casi en silencio.
Juancito oía su propia respiración entrecortada, sedienta.
Pasaron unos instantes.
Al principio casi irreal, el débil murmullo creció rápidamente hasta hacerse patente en desordenados aletazos de palomas y parloteos de cotorras que llegaban en una confusión aturdidora.
Y llegaron juntos con el rugido del Yaguareté.
El cuerpo del niño se sacudió.
Abrió los ojos y en un esfuerzo insólito se puso de pie.
El Yaguareté ya estaba ahí, con su aliento de hambre.
La nube viva de pájaros bajó ruidosa, amenazante y comenzó a golpearlo con decenas de alas. El descomunal revoloteo lo aturdía y lo obligaba a ir en una dirección. La bestia zigzagueaba entre los arbustos, con la bocaza abierta y jadeante.
El niño se internó en la espesura perseguido por el escándalo. Avanzó un rato con dificultad hasta que comprendió que estaba solo y se detuvo, con el silencio rozándole la piel.
Su pequeño cuerpo, lesionado y trémulo, ardía de calor.
Los ojos muy abiertos, bañados en llanto.
La sed era casi insoportable. Necesitaba agua, pero no lo comprendía. Todo era confuso; no era la realidad, su realidad.


De pie, vacilante, sólo su espíritu estaba erguido.
No podía más. Todo él estaba a punto de ceder.
Y, sorpresivamente, otra vez loros y palomas y rugidos le asaltaron desde la espesura. Las aves, a empujones prepotentes y seguidas por el Yaguareté, lo regresaron a la marcha, envuelto en aletazos y gruñidos.
Y vuelta a andar, pero ahora en una ceguera deliberada, puesto que ya no le importaba hacia dónde lo arrastraba el remolino de pájaros y la presencia amenazante del felino.
Siguió, tropezando y cayendo entre la maleza.
Y la sed ahí, desmayándole el cuerpo.
En ese andar alocado, sin que el niño lo notara, el monte comenzó a ralear. Apareció el azul profundo del cielo y el sol brutal, con todo su poder.
Un ciervo Colorado lo observaba inmóvil, temerario.
El niño no lo vio.
La sed, dolorosa, ahora lo adormecía y le enfriaba el cuerpo hasta tiritar.
Lentamente cayó de rodillas. Le pareció que se hundía en un barro fresco, oloroso. Y todo desapareció.
Quedó oscuro, silencioso, en paz.


Volvió en sí sobresaltado.
Sintió que lo arrastraban por los pies, apresado con pinzas filosas y tibias. Oyó el batir de alas, parloteos, pellizcos y tibiezas de plumas que lo ceñían inexplicablemente.
Intentó abrir los ojos y no pudo. Le dolían.
Se empapaban sus piernas. Su espalda estaba sumergida, calmada con un frescor líquido.
Rato estuvo quieto.
Boca arriba, reconfortado por ese frío distinto.
Después, lentamente giró el cuerpo y se apoyó en los codos.
Los árboles cercanos estaban atiborrados de loros y palomas que le observaban atentamente, mientras un cotorreo suave, distendido, erraba entre ellos.

Muy cerca de Juancito se encontraba el ciervo, con sus ojos inocentes. A la sombra de una mata, el Yaguareté respiraba sediento con los ojos entornados y la lengua colgando a un lado del hocico.
Todos permanecían quietos y pacientes.


El muchacho giró el rostro y detrás de él vio el agua. Era la laguna donde acostumbraba pescar bagres y tarariras. Al otro lado, lejos pero cerca, se veía el rancho con una línea de humo claro que salía del fogón hacia el cielo. Podía adivinar a la abuela con su blusa blanca, quieta y alarmada junto a la escuálida senda.


El ciervo se arrimó, le olfateó la cara, resopló hacia el suelo y se alejó perdiéndose en las sombras del monte. Palomas y loros fueron alzando el vuelo en pequeños grupos. El niño observó a las aves hasta que desaparecieron adelgazándose en la distancia, sobre el manto verde.
Después se sentó con el agua a la cintura, se empapó el cabello y bebió abundantemente de esa laguna que, con misterio de peces, llegaba en suaves ondas ofreciéndole, generosa, su frescura.
El niño regresó a la orilla dolorido pero feliz mientras que, parada en el suelo fangoso, una solitaria paloma lo observaba.
Permaneció un instante admirándola.
Luego descolgó la honda del cuello, la depositó en el hoyo que cavó con sus manos y la cubrió con barro chorreante.
Dio unas palmadas sobre el lodo.
Un profundo suspiro escapó lento y manso desde allá, desde su alma.
El Yaguareté se estiró perezosamente y se perdió en el monte.
La paloma comenzó a caminar hacia el niño.

FIN